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domingo, 16 de noviembre de 2008

¿Como viviamos sin....?

Objetos que hoy son indispensables para la vida diaria existen apenas desde hace un siglo. ¿Cómo se las arreglaban nuestros antepasados para conservar los alimentos, lavar la ropa o asearse, sin nevera, lavadora ni agua corriente? Casi ningún habitante de la Europa actual se imagina su casa sin frigorífico o lavadora, pero probablemente sus bisabuelos ni siquiera llegaron a conocer estos aparatos, pues se difundieron a mediados del siglo XX. Incluso objetos tan simples como las cerillas no aparecieron hasta el siglo XIX y otros muchos –camas, armarios, cubiertos–, aunque existían, eran tan caros que sólo una minoría disponía de ellos en sus domicilios. Así era la vida doméstica antes del confort. CERILLAS Aunque parezca increíble, los fósforos son un invento bastante moderno, posterior incluso al primer encendedor automático de mesa, alimentado con alcohol, que se creó en 1823. En 1827, el químico británico John Walker inventó los fósforos de fricción, pero prendían al menor roce, lo cual limitó su difusión porque resultaban peligrosos. Fue el sueco Pasch, en 1848, el inventor de las cerillas de seguridad, cuyo uso industrial se generalizó en la segunda mitad del XIX. Hasta entonces, encender fuego para cocinar era una ardua tarea que requería paciencia y tino, y que los ricos solían encomendar a los criados. El método más extendido era el de la yesca –una materia muy seca, normalmente trapo, cardos u hongos desecados, preparada para que cualquier chispa prendiera en ella– y el pedernal, una piedra muy dura. Consistía en frotar por los bordes dos trozos de pedernal muy cerca del trozo de yesca que hacía de mecha. A base de chasquidos y buen tiento, las chispas prendían en la materia deshilachada y reseca. A continuación, con unas pajas o helechos quedaba preparado el comienzo de la lumbre para el fuego. CUBIERTOS Y PLATOS En España, sólo bien entrado el siglo XVIII se empezó a generalizar entre las clases acomodadas el uso de cubiertos, platos y vasos individuales para cada comensal. En la Edad Media e incluso después, todo el mundo cogía del plato común los alimentos con la mano. Entre dos o tres, o más, sorbían la sopa en una misma escudilla y mojaban los labios en la misma copa. El tenedor de dos dientes, probablemente un invento veneciano –el de tres se atribuye a Leonardo–, fue considerado como un símbolo del demonio por la Iglesia de Roma. La carne se comía con la mano, tras coger con el cuchillo un trozo del plato común. Tenedores y cucharas no se generalizaron entre la gente corriente hasta el siglo XIX. BAÑO Después del tiempo de los romanos, que construyeron magníficos baños públicos e incluso algunos en casas privadas, vino un largo periodo de reticencia al aseo personal. En la Europa medieval la gente no solía bañarse, excepto en las zonas de influencia árabe. En las casas había barreños o tinas para el aseo, pero se usaban poco. Incluso en 1750, sólo el 6 por 100 de los palacios parisinos disponía de baño. Pensaban que bañarse era malo para la salud, pues creían que el agua caliente, al dilatar los poros, facilitaba el paso de los agentes patógenos. Sólo a partir de finales del XVIII los médicos empezaron a recomendar a la gente que se lavara todos los días la cara, el cuello y las manos. Los franceses idearon una bañera con desagüe, modelo que llevó Benjamín Franklin a Estados Unidos en 1790. Sin embargo, el baño tardó en volver a formar parte de los hábitos diarios. De hecho, cuando la reina Victoria subió al trono de Inglaterra en 1837 no había baño alguno en el palacio de Buckingham, e incluso en la década de 1870 eran raras las casas que lo tenían. Las bañeras con tuberías para la entrada de agua caliente fueron posibles en la década de 1880, con la instalación de calderas domésticas calentadas por los fogones de las cocinas; en esa época comenzaron a fabricarse en serie bañeras de hierro fundido. W.C.
En busca del hielo (domesticado) Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Así empieza la novela Cien años de soledad, de García Márquez, que da idea de lo precioso que era ese elemento frío, duro, conservante y raro de obtener en los países templados. No, la naturaleza no producía neveras para prolongar la caducidad de las frutas, verduras y animales que se iban especializando como alimentos. El hombre tuvo que aguzar su ingenio para elaborar quesos, salazones y conservas que hacían que la comida aguantara más tiempo sin corromperse por la oxidación. Una vez salados, ahumados o secos, los productos podían durar meses en las fresqueras, cuartos umbríos protegidos del calor y del sol. Más adelante, hacia el siglo XVIII, los ricos empezaron a disponer de “nevera”, que era una cavidad en alguna zona de la casa que se llenaba con nieve o hielo, a veces mezclado con paja, que los neveros, una vieja profesión desaparecida, bajaban de las montañas. Con este ingenio, la comida convenientemente enterrada duraba meses. Los neveros distribuían de inmediato parte del hielo que recogían en invierno de las montañas y la otra parte la guardaban en pozos neveros, unos depósitos aislados y excavados en zonas altas, para venderlo en verano. En el siglo XIX el hielo se fabricaba a nivel industrial –Noruega llegó a exportar 550.000 toneladas al año–; servía para enfriar unas fresqueras o neveras de aspecto similar a las de hoy pero que no eran más que armarios de color blanco. Los primeros frigoríficos eléctricos de uso doméstico, los Domelre, empezaron a comercializarse en Chicago en 1913.Sólo desde el siglo XIX, cuando se conectaron al alcantarillado público, las casas tuvieron inodoros privados, y no todas (de hecho, en ciudades como París o Madrid aún existen edificios de vecinos con un retrete por planta). Durante siglos, las personas hacían sus necesidades, menores y mayores, en orinales cuyo contenido era volcado directamente a la calle desde las ventanas, a veces sin previo aviso y otras al grito de “¡agua va!”. Los ricos disponían de retretes contiguos al dormitorio que vertían a un canal o al pozo negro y en los barrios populares había letrinas comunales. El pionero de la evacuación higiénica fue el inglés John Harington, quien en 1597 desarrolló el water closet de válvula, que fue instalado en el palacio de Isabel I en Richmond. Después, en 1775, Cummins patentó un váter de cisterna, perfeccionado en 1778 por Prosse. En 1855, el acta de Salud Pública inglesa obligó a instalar en todas las casas que se construyeran un servicio de inodoro, que en 1890 ya había triunfado en toda Europa. El artefacto ha recibido en el mundo todo tipo de denominaciones. Mientras en España una forma popular de nombrar la visita al aseo es la expresión “ir a ver a Roca”, por ser ésta la marca más extendida de inodoros, en Inglaterra muchos llaman coloquialmente el john a la taza, en homenaje al precursor que la inventó. JABÓN Y LAVADORA Durante mucho tiempo, el jabón fue un producto caro. Para hacer la colada se usaba agua mezclada con ceniza o incluso orina, que contenía el amoniaco que blanqueaba la ropa. En el siglo XIII, cuando la industria jabonera llegó a Francia procedente de Italia y España, los jabones se hacían a partir de sebo de cabra y ceniza de haya. Tras varios experimentos, los franceses empezaron a fabricarlos con aceite de oliva en lugar de grasas animales. Por otro lado, lavar la ropa resultaba complicado en un mundo sin agua corriente en las casas, lo cual obligaba a las mujeres a ir al río o a los lavaderos públicos. En el siglo XIX llegaron las primeras lavadoras manuales, que servían para lavar y escurrir la ropa no sin esfuerzo. La primera lavadora eléctrica, diseñada por Alva Fisher con un motor que hacía girar un tambor en el que se introducía agua y jabón, apareció en 1901. El aparato se popularizó cuando la electricidad se convirtió en un servicio de uso común. ROPA INTERIOR Hasta el siglo XIX, la mayoría de las mujeres no llevaban nada debajo de la falda o el vestido; no usaban ropa interior o la llevaban floja. La ropa interior ajustada al cuerpo es un invento reciente. En París, en el siglo XVIII, sólo la llevaban el 3,5 por 100 de las nobles y el 1,16 por 100 de las criadas. Las bragas se consideraban una prenda propia de prostitutas y actrices. Los hombres sí llevaban calzones, un invento antiguo que celtas y germanos ya usaban en el siglo VI. Los había largos y cortos, anchos o estrechos, y no se diferenciaban de los pantalones como actualmente. En el siglo XIV, la ropa interior masculina era más bien exterior, pues los hombres llevaban calzones largos por fuera con un braguero que marcaba los genitales. Pero también había unos interiores llamados zaragüelles. MUEBLES Salvo en los palacios de la aristocracia o en los salones de los primeros burgueses, las casas corrientes del siglo XVI nos parecerían hoy día estancias vacías, pues apenas contenían muebles. Los armarios brillaban por su ausencia y los menos pudientes guardaban la ropa y sus escasos enseres en cestas o, ya en el siglo XIX, en arcones que servían a la vez de asiento. Sillas y mesas no se generalizaron hasta el siglo XVIII. Antes, la gente se sentaba y comía en el suelo. Tampoco todo el mundo podía disponer de cama. Los pobres dormían en el suelo, hacinados en jergones de paja. De hecho, tener cama era un lujo a exhibir, de forma que los ricos solían recibir a las visitas en el lecho. CALEFACCIÓN Antes de que llegara el gas y la electricidad, la gente calentaba las casas con leña, carbón, turba, paja o, los más pobres, con estiércol, que aunque ardía bien despedía mal olor. Con madera se alimentaba la chimenea, que se inventó en Italia en el siglo XII. En Europa central y del Norte usaban más las estufas, de carbón o leña, a cuyo alrededor se colocaban bancos para dormir, en posición incómoda pero al menos abrigada. Quienes se lo podían permitir tenían calientacamas de cobre que rellenaban con brasas y metían entre las sábanas antes de acostarse, y los más ricos, camas con dosel y cortinas para guarecerse de las corrientes. Entre los campesinos, era muy habitual dormir en la misma estancia con los animales, para compartir el calor. Aún quedan en pie pallozas en la zona de Los Ancares, entre León, Galicia y Asturias, grandes cabañas de piedra de interior diáfano donde hasta hace no muchos años personas y ganado dormían en compañía. RELOJ Desde épocas remotas, los hombres medían el tiempo por la observación de la naturaleza y los planetas, y luego con relojes solares, de arena o de agua, pero la ausencia de horarios rígidos no hacía necesario un control estricto. El año se dividía en estaciones, que determinaban las cosechas y el calendario agrícola, que junto al calendario religioso regía la vida cotidiana. Las campanas de la iglesia servían de reloj a cada comunidad. Los primeros relojes mecánicos aparecieron en Europa en el siglo XIII, y en el XVI, gracias a Galileo, apareció el modelo de péndulo, pero hasta la Revolución industrial, cuando las jornadas laborales en las fábricas impusieron horarios estrictos, no empezaron a fabricarse relojes individuales, cuyo uso masivo se popularizó en el siglo XX.

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