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lunes, 13 de agosto de 2012

JAVIER VERDEJO 36 AÑOS DE SU MUERTE POR LA GUARDIA CIVIL


 JAVIER VERDEJO 36 años de su muerte por la Guardia Civil

 Escrito por: johnny-salomon el 04 Dic 2007

Dedicado a Lola G.J.

 Han pasado treinta y un años. La vida de algunos, la media de otros, y parte de los que todavía no habían nacido en 1976. No estamos ya en la postguerra, estamos entrando en el postfranquismo, en los inicios de la democracia borbónica. Justo han pasado cuarenta años desde que finalizara la Guerra Civil. Catorce de agosto de 1976. Almería. Un estudiante de Biología en la Universidad de Granada, pasa sus vacaciones con su familia, disfrutando con sus amigos, descansando en la tierra que le vio nacer. Como todos los jóvenes universitarios de la época, políticamente implicado y ahora más que nunca, por los cambios políticos y sociales que se estaban produciendo en España. Javier Verdejo, diecinueve años, militante de la Joven Guardia Roja, las juventudes del Partido Del Trabajo de España.

 “Aquella noche salimos como todas. Había cenado con mi familia y quedado después. Decir que me sentía especialmente exaltado aquella noche, era poco. Cada día oías y veías una infamia nueva en la televisión o la leías en los periódicos. Y eso nos cabreaba. Nos sentíamos en parte responsables de ese cambio político y como se debía de hacer, pese a nuestra juventud. Así que decidimos que aquella noche haríamos varias pintadas en la ciudad para seguir dándonos a conocer. “Pan, Trabajo y Libertad” era nuestro grito de guerra y debajo nuestras siglas PTE. Teníamos que rivalizar con aquellas que dejaban los de Falange y de las JONS, que llenaban muros y paredes con sus ¡Viva Franco!, ¡Viva José Antonio! y ¡Arriba España!, como si todavía siguiesen vivos.

 Pretendían seguir como los cuarenta años de dictadura vivida, y ahí estábamos nosotros para decirles que ya nada iba a ser como antes. Que ahora estábamos en democracia, que cada hombre y mujer era un voto y que sobre todo, no les teníamos miedo. Que ya habían pasado los días de la tortura, del odio contra la izquierda y que ya nada iba a ser como antes. Huelgas, manifestaciones, mítines políticos se sucedían con hambre atrasada. Teníamos que ponernos al día en el menor tiempo posible y decirle al pueblo, que estábamos ahí, y darnos a conocer. Decirles que no tuvieran miedo, que había libertad y si no la había, teníamos que luchar por ella.

 Mi madre me decía de continuo que no me metiera en líos. Que no me afiliara a ningún partido, que las siglas y la ideología se llevaban en el corazón. La mujer solo tenía miedo que aquellos que nos habían estado pisando la cabeza durante tantos años, volvieran otra vez con las consignas de siempre. Yo estaba convencido de que no. Y sentía la gran necesidad de estar ahí, de cambiar las cosas y de vivirlas en primera persona.

 Anduvimos mis amigos y yo por la ciudad hasta que llegamos al barrio del Zapillo, junto a la playa de San Miguel, donde se encuentra el Balneario. Y vimos propicio escribir en aquellos muros las tres palabras de aliento para un pueblo hostigado por el olvido. Javier cogió la pluma, que es como llamábamos a la brocha gorda y se puso a escribir con su buena caligrafía mural. Nosotros vigilábamos el horizonte por si llegaba alguien y teníamos que darnos a la fuga.

 Solo había escrito “Pan, T” cuando vimos a una pareja de picoletos andando por el paseo, que venían en nuestra dirección a paso más que ligero.

 -¡Los picoletos! –llegué a gritar- ¡Cada uno por un lado!

 Y comenzamos a correr, que nos dábamos con los pies en el culo. Javier corrió en dirección a la arena de la playa pensando que allí estaría más a salvo. Y fueron a por él.

 - ¡Alto o disparo!

 Oímos aquellas palabras con el temor de que algo grave iba a pasar, y mientras corría vi como se dirigían a pie de playa, a por Javier. Paré en mis pasos y les di tres voces.

 -¡Eh, cabrones! ¡Venir a por mi!

 Ni siquiera me miraron.

 -¡Qué se nos escapan todos, coño! –gritó uno de los guardias-.

 -Ese no. Ese es mío –dijo el otro-.

 Y parando en la carrera se echó el fusil a la cara, apuntó, volvió a dar el alto y disparó a Javier, que corría despavorido mientras miraba hacía atrás. Cayó seco de boca en la arena. Le había atravesado el corazón de lado a lado. El sonar manso de las olas se vio interrumpido por el trueno del fusil. El eco de aquella bala era un sonido antiguo, ancestral. Era el eco del terror que volvía a repetirse, o más bien como el eco que todavía no había cesado de rebotar en nuestras almas. Javier yacía muerto en la playa. Y la impotencia, la rabia, el dolor más grande que hasta ahora pude imaginar, fue creciendo en mi como una planta trepadora, desde los pies a mi corazón, estrangulándome el llanto.

 Inicié mi marcha sin dejar de gritar: ¡Cobardes, asesinos! Y el mar recobró su sonoridad y bañó con sus aguas el cuerpo de Javier, llevándose su alma.

 JOHNNY SALOMON.

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