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domingo, 18 de enero de 2015

LOS HIJOS MALDITOS DE LA PROSPERIDAD DE CHICLANA


Los hijos malditos de la prosperidad de Chiclana

El consumismo, el desafuero constructivo y la burbuja inmobiliaria les asfixia. Hay quien en Chiclana respiró (la silicosis es la consecuencia) lo peor de esa España de pandereta y ladrillazo. La que, a golpe de hormigón y cemento, quería más y más. Más altura, más urbanizaciones, más recalificaciones en una espiral sin fin.

El boom inmobiliario fue, para ellos también, el tiempo de las vacas gordas. Pero los males de ese tiempo de alegría les traspasaron, literalmente hablando. Entraron dentro de ellos, como una penitencia tan injusta como macabra. Ellos, los que menos culpa tenían de esa locura faraónica de bonanza, son hoy los hijos malditos de la prosperidad.

Trabajaron al servicio del consumismo que les pedía cocinas más lujosas, estéticas o modernas. Marmolistas de profesión, se lanzaron al dinero rápido de ese constructor o familia que ya no quería granito o mármol. Prefería cuarzo prensado, de colores, brillante, indestructible.

Y mortal. Porque con cada corte, firmaron una sentencia letal que en días pasados ya se cobró su segunda víctima. En la localidad son ya 80 los afectados silicosis, una enfermedad tradicionalmente de mineros que en Chiclana afecta a todos los marmolistas que, en un intervalo de dos a tres años, trabajaron manipulando y cortando encimeras con partículas de sílice.

Su dolencia es la misma que la de los mineros. «La diferencia es que a ellos les aparece después de 20 años trabajando en una mina. A nosotros nos han bastado dos años para estar más afectados que ellos».

El que habla es Francisco Aragón, uno de los enfermos que hoy se aglutina en Anaes, la asociación nacional de afectados por la silicosis que tiene en Chiclana su sede nacional ya que es la localidad con la mayor parte de casos.

Su perfil se repite sin cesar en la entidad. Con 40 años es uno de esos jóvenes que, desde hace años, alzan su voz para que su dolencia sea reconocida como enfermedad profesional.

Eso les evitaría el trance de que las mutuas dejaran de recurrir sus casos, además de poder acceder a prestaciones más justas a sus casos. «Casi nadie de nosotros tiene la invalidez. Tenemos 600 euros de media y eso no da para mantener a nuestras familias. No podemos trabajar y, encima, no se nos reconoce lo que es nuestro», explica Manuel Vela. Complicado, para un marmolista, volver al tajo cuando en sus pulmones el sílice se cristaliza poco a poco en un proceso irreversible.

«Lo que para ti es algo normal como subir una escalera ?reconoce Jesús Anillo, otro de los afectados?, para mi es una odisea, me asfixio». Ciertamente, el tiempo les va robando capacidad pulmonar y les trae enfermedades como la tuberculosis o rigidez en las articulaciones.

«Parece que estamos bien, pero no es así», explica Aragón. De hecho, hace unos días sumaron la muerte de un compañero más de 35 años. Perdió la batalla mientras le transplantaban un pulmón. «La última opción que nos queda y, tan peligrosa que se deja para el final», matiza Anillo.

Esa juventud truncada por problemas de salud ha llevado a muchos a una situación psicológica y económica «desesperada».

Tanto que reciben terapia de grupo. En lo económico, tanto el PSOE como Izquierda Unida, intentan que el Congreso de los Diputados apruebe la modificación de la norma preconstitucional, la Orden de 15 de abril de 1969, por la que se establece la aplicación y desarrollo de las prestaciones por invalidez en el Régimen de la Seguridad Social, y más concretamente su artículo 45.

Piden que dicho artículo recoja que «el primer grado de silicosis, que comprenderá los casos de silicosis definida y típica, aunque no origine, por si mismo, la disminución alguna en la capacidad para el trabajo, tendrá la consideración de situación constitutiva de incapacidad total para la profesión».

Pequeñas empresas

Mientras llega, los afectados se «desesperan» y «hunden» con el mazazo de otra muerte. «Realmente sería la tercera porque otro compañero se suicidó hace tiempo agobiado por todo esto», matiza Aragón.

Y así, con el miedo de «quién será el siguiente» ven cómo cualquier  nimia tarea del día a día se convierte en una proeza. «Somos obreros y no podemos trabajar con ladrillos, pinturas o cementos. Ni siquiera en la oficina de una empresa que se dedique a algo de eso. No nos quieren para ningún trabajo», reconoce Anillo.

Pero no siempre fue así, marmolistas de profesión, en los primeros años del 2000 estuvieron muy cotizados por empresas auxiliares de muebles de cocina. Trabajaban con nuevos materiales, aglomerados de cuarzo, con los que supuestamente bastaban las medidas de seguridad que se empleaban para el mármol.

Pero no era así, el sílice, en partículas más finas que las que respiran los mineros, se quedaba en suspensión en el lugar donde se cortaba el material «hasta ocho días después».

Durante ese tiempo, lo respiraban en proporciones altamente dañinas para sus organismos. «Ahora se sospecha que puede que hasta a través de la misma piel lo absorbiéramos», reconoce Vela. Pero en ese entonces ni imaginaban el aire mortal que respiraban.

Hasta que, en 2008, se actualizaron las tablas de seguridad. Se descubrió el problema y supuestamente se atajó con nuevas composiciones de cuarzo. Pero para ellos ya era tarde. «Empezaron las placas de pulmón en los reconocimientos médicos y ahí nos lo detectaron de inmediato», explica Vela.

 El primer fallecido

Era septiembre de 2009 cuando Agustín Cebada Chaves empezó a sentirse mal. «Tenía fiebre, pero no síntomas de nada más», reconoce hoy su madre. Ni tres años después, Cebada se llevaría la triste suerte de ser el primer chiclanero que falleció de esa enfermedad.

Rondaba la treintena «pero sus pulmones eran una esponja», recuerda Loli con lágrimas en los ojos. Cebada trabajaba, como la mayor parte de los enfermos, en una empresa familiar. «Ahora tengo a hermanos, sobrinos o cuñados afectados con la misma enfermedad», reconoce Agustín, el padre. De hecho, Francisco Aragón es uno de ellos.

Su hijo se les escapó de entre las manos un 4 de octubre de 2012 en la misma situación que el nuevo fallecido. «Estábamos en Córdoba para intentar la última opción: un transplante de pulmón. Salió de la operación pero pocas horas después murió. Ahora comprendo que estaba tan afectado que ya era imposible otra opción para él», explica emocionada Loli.

La asociación Anaes fue el sueño de Agustín. «La creó junto a más afectados para buscar soluciones, apoyarse y encontrar ayuda», detalla el padre. Quizás por ello, Agustín y Loli siguen allí, ayudando en la lucha, aunque les duela «demasiado».

Ya no batallan por ellos mismos, sino por los que quedan en la guerra, como reconoce Loli: «No quiero que ninguna madre o mujer pase por lo que yo he pasado, tienen que garantizarse las medidas de seguridad para que no haya nuevos casos».

Y aunque la vida de su hijo ya no hay quien la recupere, aunque con voz quebrada, lanza un mensaje alto y claro: «Somos pequeños para luchar contra los que tienen responsabilidades con esto. Lo veo difícil, pero quiero que los culpables de que mi hijo muriera lo paguen». Que así sea.

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